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Chile y la transición de nunca acabar: el espejo español

category bolivia / peru / ecuador / chile | la izquierda | opinión / análisis author Wednesday September 11, 2013 21:16author by Manu García

No hubo verdaderas transiciones a la democracia porque lo viejo sigue bien vivo y a lo nuevo lo mataron antes de nacer. Hoy controlan las palancas de la economía y del poder político los hijos de quienes ayer se alzaron en armas para preservar sus privilegios a costa de lo que fuera necesario. Si se culminó alguna transición, fue la de la vuelta al primer plano de quienes nunca se fueron.
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Los aniversarios siempre funcionan como una suerte de revisión no sólo del hecho conmemorado, sino de la trayectoria que desde ese hito se ha seguido hasta el presente.

Una mirada con perspectiva a 40 años del golpe de Estado y de la dictadura que instaló no puede dejar de considerar el proceso por el cual ese régimen se fue transmutando en la democracia restringida que es hoy en día.

Tenemos que hablar, pues, del concepto de “transición”, que implica cambio pero que contiene en sí un sentido de reforma, de paso gradual, de contemporización, de negación de una ruptura. También un alto grado de indefinición en sus contornos temporales, una dificultad para acotarla. En ese sentido, es fácil señalar el 11 de septiembre de 1973 como un hito refundacional, pero no podemos situar en una fecha concreta en el inicio de la “transición”: ¿la victoria del “no”? ¿o la convocatoria al plebiscito? ¿el fracaso del atentado a Pinochet?¿la redacción de la Constitución del 80?

Del mismo modo, tampoco podemos concretar con precisión el momento en que culmina: ¿la asunción de Aylwin? ¿la vuelta a la presidencia de Lagos, un integrante del partido de Allende? ¿el enjuiciamiento a Pinochet? ¿su muerte? ¿el cierre del círculo con la vuelta de la derecha a la presidencia con Piñera? ¿O es que quizás nunca culminó?

Las “transiciones”, esa suerte de salidas negociadas a situaciones de exclusión política, mezcla en su génesis de pugnas y reformas internas del bloque en el poder y presiones externas que las gatillan y a su vez son influidas por estos movimientos, no son algo privativo de la historia reciente de Chile, han existido y existen en otras partes del mundo con diferentes ritmos, actores, intensidades y relación con la vieja institucionalidad y las personas y actores que usufructuaron el poder político y económico.

En el caso chileno, el referente principal que tomaron sus promotores (los que se ubicaban en el bloque en el poder y los que se incorporaban a él mediante este acto) fue el español, por eso este artículo tratará de arrojar algunas luces que nos ayuden a entender por qué y qué posibles salidas se nos ofrecen actualmente para conseguir superar el legado de la dictadura. Su peso en el presente es la mejor muestra de que la transición nunca terminó.

La España de Franco y el Chile de Pinochet

Las similitudes entre ambos regímenes, dictaduras militares instigadas y financiadas por capitalistas y terratenientes para frenar reformas por arriba y de empoderamiento popular por abajo, van más allá de lo formal.

En lo político, signadas en un primer momento por suspensión indefinida de garantías, supresión de partidos, concentración de poderes, censura de prensa, ejecuciones extrajudiciales, medidas e instituciones de excepción, control territorial armado y estado de guerra permanente. Un concepto que aplica bien es el de “terapia de choque”: se trató de procesos de contrarrevolución que requerían de fuerza física contra quienes se oponían a su avance, y de la extensión del miedo y del individualismo en el cuerpo social, el repliegue a la vida privada, para romper con las posibilidades de resistencia y afirmación de un proyecto alternativo.

Para ello, jugó un papel importante la lucha ideológica a través de la jerarquía eclesiástica, los medios de comunicación de masas, las costumbres, la penetración en la vida familiar, el magisterio convenientemente purgado de elementos refractarios, el control y reforma universitaria, el vaciamiento de contenido de la cultura popular y las tradiciones nacionales y la creación de un enemigo interno a la medida para justificar, interna y externamente, la aplicación de medidas de fuerza, que en ambos casos fue el “comunismo internacional”.

Posteriormente, un proceso de apertura progresiva, buscando estabilizar el modelo asentado mediante la ampliación de consensos para minimizar el uso de la fuerza y evitar el aislamiento en un contexto mundial de repudio a las formas más brutales de opresión política, así como la creación de pensamiento ad-hoc para este proceso: los modernizadores le ganaron la partida a los doctrinarios, en España los tecnócratas y opusdeístas a los falangistas, en Chile los gremialistas a la derecha tradicional.

En materia de política económica, las diferencias estuvieron dictadas por los diferentes contextos de la España de Franco y el Chile de Pinochet: reconstrucción tras una guerra y autarquía forzada en un caso, apertura al mercado internacional y acceso a inversiones extranjeras en el otro. Compartiendo no obstante ambas, como característica fundamental, un reordenamiento al servicio del gran capital y de sus sirvientes: aplastamiento de los sindicatos, legislación laboral leonina, drenaje del erario público, regalo de empresas estatales a amigos del régimen, concentración de la riqueza, afianzamiento de los ligámenes entre poder político y económico, acumulación de fortunas gracias a favores gubernamentales, corrupción, y, por necesidades de ampliación de la base social de sustentación, medidas orientadas a la creación de unas capas medias leales al régimen.

Las transiciones de nunca acabar

Sin embargo, no fueron sólo los rasgos comunes entre ambos regímenes los que hicieron pensar a las elites chilenas en la transición española como modelo, sino sobre todo su éxito en garantizar la continuidad de los lineamientos generales de la estructura económica tras un cambio político que se consideraba inevitable, la capacidad de integrar al sistema de manera subordinada a los sectores político-sociales hasta entonces refractarios a él (y de minorizar y aislar a quienes no se plegaran a esa operación) y de conseguir estabilidad institucional y gobernabilidad, manteniendo a raya la conflictividad laboral y dominando los efectos inflacionistas de la crisis del petróleo mediante un disciplinamiento de la fuerza de trabajo a través de los “pactos sociales”.

Para todo ello era necesario fraguar un nuevo consenso social y un relato aparejado, que en ambos casos fue el de la reconciliación y la necesidad de “no mirar atrás” para construir una sociedad donde cupieran todos. Se trataba de perdón y olvido a cambio de paz y tranquilidad. La presión de la izquierda y del movimiento popular, junto a los cuestionamientos internacionales, necesitaban de una válvula de escape que, haciendo algunas concesiones, mantuviera lo esencial de lo construido por la dictadura añadiéndole el plus de la equiparación con las sociedades occidentales y la normalización política y diplomática.

La amenaza velada o explícita de la vuelta de las Fuerzas Armadas a primer plano estuvo muy presente a lo largo de todo el proceso, tutelado de principio a fin por un estamento militar que, sin apenas sobresaltos, transitó este proceso y llegó hasta hoy manteniendo sus privilegios y su rol de tutela y garante del status quo. No hubo democratización en el acceso y en la estructura interna, cambios significativos en la doctrina de seguridad y defensa ni destituciones o degradaciones, mucho menos asunción de responsabilidades penales (en España ni siquiera existió ni existe hasta hoy la jaula de oro de Punta Peuco) por los crímenes cometidos en dictadura.

Más allá de la existencia de una voluntad continuista en las Fuerzas Armadas, la excusa del “ruido de sables” y del peligro de involución escondió una falta de voluntad política para llevar a cabo transformaciones de fondo que por un lado cambiaran la composición de la oficialidad de las Fuerzas Armadas (facilitando la movilidad y eliminando la discriminación de clase) y por el otro modificaran los lineamientos jurídicos e institucionales que salvaguardaban el entramado construido por la dictadura.

En ambos casos, las protestas populares deterioraban al régimen y hacían que buscara una salida, no era posible volver atrás ni recrudecer una represión que se mostraba contraproducente, por eso mismo era posible aprovechar esa situación de debilidad para, al momento de darle la puntilla final al régimen, llevar a cabo reformas democratizadoras de amplio alcance. Pero los sectores más inteligentes del régimen de Franco supieron moverse rápido y sus homólogos pinochetistas tomarían buena nota de ello cuando afrontaran una situación similar.

En España, la Unión de Centro Democrático (UCD) se formó como partido transversal que integraba tanto a la mayoría de los reformadores del franquismo como a la oposición liberal y democristiana y, liderado por el sucesor designado por el régimen, Adolfo Suárez, sería gobierno desde la muerte de Franco en 1975 hasta 1982. El Partido Socialista (PSOE), “renovado” en su Congreso de Suresnes poco antes de la muerte del dictador, conseguiría convertirse, en las primeras elecciones parlamentarias, en el principal partido de la oposición, con la inestimable ayuda de la potente socialdemocracia alemana y la bendición de los Estados Unidos, que consideraban (como así fue) que debía convertirse en un poderoso dique de contención frente a un Partido Comunista que había liderado la oposición al franquismo desde los años 60 y, que una vez conseguida la democracia, soñaba con ser el partido hegemónico de la izquierda española y, como su homólogo italiano, disputarle electoralmente el gobierno a la democracia cristiana. La ingenuidad de la apuesta en el escenario de la guerra fría se hizo pronto patente, y el PC quedó relegado a la marginalidad junto al resto de fuerzas de la izquierda.

En Chile estos movimientos se siguieron con mucha atención. La Democracia Cristiana compartía vínculos internacionales con la UCD, mientras que las diversas “familias” del Partido Socialista chileno estaban viviendo, orientadas precisamente por la socialdemocracia europea, un proceso de revisión de lo actuado hasta el momento y de cuestionamiento de su línea política y hasta de su identidad partidaria. En ese cambio no fue menor la influencia de Felipe González, quien, en 1982, se convertiría en el primer presidente de gobierno español, desde los años 30, de un partido denominado socialista.

Los contactos entre líderes demócrata-cristianos y socialdemócratas chilenos y españoles fueron una constante durante toda la década de los 80. A medida que se acercaba el final de la década, las diversas fracciones de matriz PS tendían a reagruparse y a completar su proceso de reconversión ideológica (“renovación”), abandonaban su política de alianzas con la izquierda y se preparaban, negociando con la DC y con los aperturistas del régimen, para una “transición a la española”, cerrando las posibilidades para una salida a la dictadura con cambios de fondo, estructurales, al sistema político y a la economía del país, en un sentido verdaderamente democratizador y protagónico.

Tanto en el caso español como en el chileno, que en la disyuntiva entre reforma y ruptura se cerrara el ciclo político con un triunfo de la reforma implicó mantener los ejes fundamentales del régimen (el modelo económico, la exclusión social, un sistema político a medida, los privilegios y el rango de intocables de la oficialidad de las FFAA) a cambio de muy poco y del bloqueo, por décadas, de una democratización a fondo de la sociedad, de la economía y de la política.

¿”Segunda transición” o ruptura?

El sentido común instalado por las dictaduras, el “franquismo sociológico” y el “pinochetismo popular”, han continuado hasta hoy siendo rasgos bien marcados de nuestras sociedades a pesar de 20 años de gobiernos reformistas, ya que las tímidas reformas postdictatoriales no consiguieron borrar la huella profunda que supusieron los golpes de Estado y el pesado legado dictatorial, dejando incluso instaladas, para que no quedara ninguna duda del carácter de los nuevos regímenes, la monarquía en el caso español y la comandancia de Pinochet sobre las Fuerzas Armadas en el chileno.

El retorno al gobierno de la derecha en España (con sus dirigentes hijos y nietos de ministros de Franco) y en Chile (con uno de los hombres más ricos del país y hermano de uno de los tecnócratas de Pinochet como presidente), más que cerrar el círculo y culminar las transiciones, no hicieron más que devolver el ejercicio del poder político directo a los dueños del poder económico, tras un lapso de 20 años de gestión por manos ajenas, gestión por cierto muy bien valorada por su capacidad de poner en marcha algunas medidas que, por su impopularidad, un gobierno con mayor grado de ilegitimidad no habría podido nunca implementar, o no sin pagar un alto costo social.

En ambos casos volvieron al gobierno las derechas tras haber desperdiciado las fuerzas reformistas 20 años de gestión o, mejor dicho, haberlos aprovechado para tirar por la borda su capital político como sector, entregándole en bandeja el timón del barco a la derecha tras haber jugado un rol de desmovilización y despolitización: los dos objetivos primordiales de quienes dieron los golpes de Estado. En este sentido, el juicio histórico que se le puede hacer a la Concertación chilena y al PSOE español no puede ser más negativo.

Digamos, para culminar este apartado, que si no es fácil establecer una fecha en que culminaran las transiciones española y chilena es porque se trata de transiciones que nunca terminaron, que de hecho nunca buscaron terminar porque no se propusieron seriamente superar el legado dictatorial más que en los aspectos formales, esos que estaban dispuestos a admitir quienes se beneficiaron del terror de Estado y de la política económica aplicada a su alero.

No hubo verdaderas transiciones a la democracia porque lo viejo sigue bien vivo y a lo nuevo lo mataron antes de nacer. Hoy controlan las palancas de la economía y del poder político los hijos de quienes ayer se alzaron en armas para preservar sus privilegios a costa de lo que fuera necesario. Si se culminó alguna transición, fue la de la vuelta al primer plano de quienes nunca se fueron.

Hoy, cuando en Chile está despertando a la vida política una nueva generación a la que es más difícil aterrorizar con el cuco de la dictadura y que se moviliza por cambios de fondo, es nuestro deber evitar que las fuerzas retardatarias consigan conducir, de nuevo, este impulso regenerador y rupturista que viene desde abajo a un callejón sin salida, a una “segunda transición”.

En un próximo artículo daremos nuestra opinión, tratando de contribuir al debate que se está produciendo en la izquierda en torno a este asunto trascendental, tanto para el pueblo como para nuestro futuro como sector político.

Manu García

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