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Construir una Iglesia cuya centralidad sean los pobres

category bolivia / peru / ecuador / chile | religión | opinión / análisis author Monday July 29, 2013 23:46author by Felipe Ramírez

La fe cristiana está herida hace mucho tiempo, y en nuestro país eso resulta cada vez más innegable. La jerarquía ha estado marcada por el ritmo del conservadurismo impulsado por el Papa Juan Pablo II, los sectores más radicales como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo cuentan no sólo con amplios recursos económicos sino que con una gigantesca infraestructura educacional –universidades y colegios privados o subvencionados-, y la Iglesia se ha transformado en un lobby constante de posiciones identificadas con la derecha política.
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“Teníamos muchas cosas que conversar con la izquierda cristiana y con los sacerdotes chilenos, amplias cosas, fundadas no en oportunismos sino en principios; (…) en la convicción de la conveniencia, de la posibilidad y de la necesidad de unir en el ámbito de esta comunidad latinoamericana a los revolucionarios marxistas y a los revolucionarios cristianos. (…) Porque muchos han querido tomar la religión para defender ¿qué? La explotación, la miseria, el privilegio. Para convertir la vida del pueblo en este mundo en un infierno, olvidándose de que el cristianismo fue la religión de los humildes”
Comandante Fidel Castro, Estadio Nacional de Santiago de Chile, 2 de diciembre, 1971.

“El Evangelio es la buena nueva de la liberación de todos los hombres en Cristo… Cristo no vino sólo a liberar al hombre de sus pecados; vino a liberarlo de las consecuencias de su pecado. No tengamos miedo de ser lamados “subversivos”, si nuestra conciencia nos dice que estamos tratando de “subvertir” un desorden moral que está ahí.”
Monseñor Fragoso, enero, 1968.

Las imágenes del pasado jueves al interior de la catedral impactaron y dolieron a innumerables personas que se reconocen como creyentes –más allá de si se asumen como católicos o no-, y creo que debo ser responsable al asumir que fui uno de ellos. Es evidente que los hechos –por más inflados que estuvieran por los medios de comunicación- son violentos: el involucrado es el principal templo de nuestro país, y algunos de los rayados realizados eran más que cualquier cosa un ataque al conjunto de la fe, más allá de la demanda en particular levantada por la marcha de ese día –con la que concuerdo plenamente, por lo demás-.

Pero nuestra reacción NO puede ser de repudio sino que nos tiene que llevar a una reflexión profunda de lo que está pasando, y agradezco a dos amigas con quienes conversé de todo esto en este par de días que han pasado, ya que finalmente me impulsaron a sentarme y a escribir. Lo que pasó fue un llamado de atención, un ejemplo claro de la desacreditación en la que está la Iglesia.

La fe cristiana está herida hace mucho tiempo, y en nuestro país eso resulta cada vez más innegable. La jerarquía ha estado marcada por el ritmo del conservadurismo impulsado por el Papa Juan Pablo II, los sectores más radicales como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo cuentan no sólo con amplios recursos económicos sino que con una gigantesca infraestructura educacional –universidades y colegios privados o subvencionados-, y la Iglesia se ha transformado en un lobby constante de posiciones identificadas con la derecha política.

Esas miles y esos miles que marcharon por las calles de Santiago reclamando por el derecho al aborto, y la polémica generada luego del embarazo de una niña de 11 años producto de una violación han tensionado nuevamente a una institución que pareciera estar comprometida con los ideales de Carlos Larraín y Sergio Onofre Jarpa, y no con el conjunto de los fieles. El tema del aborto se impone como un dogma de fe, y no se trata como una discusión política y por sobre todo, de salud pública. Los jóvenes católicos acusan de asesinato a cualquiera que defienda, y por supuesto también a las miles de mujeres que se practican en la clandestinidad un aborto, haciendo de la superioridad moral y el juicio al prójimo una práctica constante. Esa iglesia a la que nos han acostumbrado todos estos años, no es la mía, no es la del prójimo, no es la de los pobres, es la de los ricos, es la de los privilegiados, es la de los poderosos, y esta Iglesia no es la única posible.

Para quienes nos dolieron las imágenes del jueves pero no compartimos el rol que ha cumplido la Iglesia durante estos años, lo sucedido en la Catedral tiene necesariamente que significar un cambio en el camino. No podemos seguir tolerando una situación en la que la fe se equipara a la defensa de los privilegios y al juicio en contra del desprotegido. Nuestra Iglesia no debe ser la que enjuicia y condena a una mujer por abortar luego de una violación, la que censura películas ni la que protege a curas pedófilos, debe ser la Iglesia del Concilio Vaticano II y de las Conferencias Episcopales de Medellín y Puebla, una Iglesia que no se allega al poderoso sino que se hermana con el desprotegido, que tiene su opción preferencial en los pobres y en los jóvenes. La Iglesia de Cristo no está en los templos llenos de oro, está en las comunidades de base y en las parroquias pobres, junto a ese pueblo que sufre y que no necesariamente es católico, con una perspectiva que se desarrolló vigorosamente con el ejemplo de sacerdotes como Camilo Torres y Ernesto Cardenal, se expresó de forma alegre y transformadora en el pueblo de Nicaragua al alero de la revolución sandinista, y en la labor de Juan Gerardi –insigne defensor de los derechos humanos en Guatemala- y otros religiosos asesinados en Centroamérica.

En nuestro propio país esa iglesia tiene mártires, por más que la jerarquía no los quiera recordar ni esté dispuesta a reconocerlos. Hombres humildes como Rafael Maroto, André Jarlan, Pierre Dubois y tantos otros que sufrieron el asesinato y la desaparición en 1973 por vivir su fe en el proceso de cambios abierto por la Unidad Popular en “Cristianos por el Socialismo” –monjas, sacerdotes, laicos y laicas-, son el ejemplo real de una Iglesia afincada en las y los que sufren diariamente las injusticias y la desigualdad. Pero esas experiencias y esas almas comprometidas hasta el final con los cambios y con la causa de los pobres no cayeron en el olvido por más errores que cometa la jerarquía.

Las comunidades cristianas de base en el norte y el sur de Chile han sido factor importante en la lucha en contra de proyectos energéticos y mineros que han intentado instalarse, sin importar la opinión ni el interés de los pequeños agricultores ni de los habitantes de las zonas, o el impacto medioambiental que generen. Por cada declaración conservadora de un miembro de la jerarquía hay muchos más laicos y sacerdotes en poblaciones, viviendo el evangelio en comunidad, retomando el camino de la educación popular que con tanta pasión se vivió en aquellas horas oscuras de los 80 en nuestro país, cuando los sacerdotes ponían el pecho a los carros policiales y las parroquias eran refugio ante la persecución política.

En este punto me parece necesario recalcar un elemento que muchas veces se pasa por alto, y esta es la diferencia existente entre la jerarquía de la iglesia Católica como institución, y la conformación de la Iglesia como el conjunto de creyentes –laicos o religiosos- a partir de la base, con una activa participación de laicos y laicas. Su importancia es determinante, y para hacerla patente me parece necesario relatar una anécdota personal.

Hace algunos años, durante la gran huelga de hambre de los presos políticos mapuche del 2010, me tocó reportear una marcha en apoyo a los huelguistas. La convocatoria comenzó en la Iglesia de San Francisco – esa misma de las huelgas de hambre de las familiares de detenidos desaparecidos en la dictadura, la misma desde la que partió Clotario Blest al hombro del pueblo hacia su última morada a principios de los 90- con miembros de comunidades del sur de Chile rezando, para avanzar con una cruz por el centro de la capital. Recuerdo haber sentido en ese momento retornar una fe que había perdido de a poco con el correr de los años debido a la inconsecuencia de la Iglesia Católica.

El pasado jueves, mientras caminaba por el costado de esa iglesia -sólo una hora después de haber estado en su interior rezando- dos chicas le lanzaron unas bombas de pintura a uno de sus muros en el marco de la marcha por el aborto que terminaría luego en la Catedral. Luego del estupor de los hechos, el mensaje profundo es claro, y el desafío para la fe es aún mayor. El papel de los creyentes no está juzgando a quien sufre, sino a su lado apoyándolo y confortándolo. No está determinando leyes y políticas públicas a partir de nuestras posiciones particulares de fe sino acabando con las injusticias y los abusos en contra de los pobres, amparando a quien lo necesita.

Un sacerdote jesuita ponía en las redes sociales poco tiempo después, que los cristianos que nos sentíamos ofendidos por lo sucedido en la Catedral deberíamos sentirnos así cuando la policía ingresa violentamente en las comunidades mapuche, pues ahí también está Cristo, y no lo pudo haber dicho mejor. Cristo está en la joven que tiene que abortar corriendo mil y un riesgos, está en los trabajadores que no pueden organizar un sindicato o negociar colectivamente por temor a perder el trabajo, en el homosexual que no puede vivir libremente, está en los hombres, mujeres, jóvenes y niños mapuche que sufren la represión en el sur del país, en los allegados que sueñan con una casa propia, en todo aquel que sufre en su carne el frío y no tiene abrigo.

Los cristianos, más que quedarnos sentados enojados por lo que pasó, tenemos que levantarnos y tomar la oportunidad que se presenta para renovar la fe en Cristo y transformarla en cambio, en justicia, en abrigo. Los pobres no pueden esperar se decía hace un tiempo, y sigue siendo verdad. El Papa Francisco, que pareciera traer nuevos aires al Vaticano, llamó a los jóvenes a salir a la calle a armar líos, y es hora de hacerle caso.

Felipe Ramírez

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