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El verdadero poder: acerca del mito de la subordinación del poder militar al civil

category venezuela / colombia | imperialismo / guerra | opinión / análisis author Tuesday March 05, 2013 02:54author by Centro de Investigación Libertaria y Educación Popular - CILEP Report this post to the editors

Publicado en el boletín "Perspectiva Libertaria" del Centro de Investigación Libertaria y Educación Popular (CILEP) de Colombia
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El debate público esta semana está copado por las críticas que recibió el abogado encargado de la defensa del Estado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Rafael Nieto, por los casos de desapariciones en la intervención militar al Palacio de Justicia en noviembre de 1985. Nieto montó la defensa sobre el argumento de que en tal fecha no existieron desapariciones, desconociendo anteriores sentencias de otras instancias estatales. De acuerdo a lo que ha revelado la prensa, el abogado fue designado en forma directa por los militares procesados por estos crímenes; se afirma que en particular por el coronel retirado Plazas Vega, quien afronta una condena de 30 años. Así, Nieto sería un abogado de los militares condenados que, utilizando los mismos argumentos con los que estos militares han pretendido defenderse en los tribunales nacionales, quiere defender el Estado.

Otro abogado, Jorge Enrique Ibáñez, quien estuvo preparando la defensa del Estado en el mismo caso, finalmente decidió no aceptar la responsabilidad porque, según él, fue vetado por los militares. Entre sus argumentos se encontraba la posibilidad de que el Estado reconociera los mencionados crímenes.

Existen varias opiniones respecto a este suceso: en el campo acrítico hay quienes objetan la idoneidad del abogado Nieto, que sólo hace unos meses obtuvo su tarjeta profesional para poder litigar. Otros se quejan de los cientos de millones que recibe la defensa del Estado para formular unos argumentos que probablemente terminarán en una condena internacional. En fin, aquí la cuestión es que los argumentos de Nieto dejarán mal plantado al Estado, que incluso podría retornar a la “lista negra” de la Corte Interamericana, de la que no hace mucho salió. Sólo algunos, más progresistas, protestan por la ofensa y la injusticia que tales argumentos hacen a las víctimas de esos crímenes y por el hecho de que aún no existe claridad sobre las responsabilidades en ese complejo proceso.

En nuestra modesta opinión, este escándalo ha dejado ver nuevamente la magnitud del poder que ejercen los militares y ha desmitificado la supuesta subordinación que deberían guardar frente al poder civil.

Un mito liberal

Desde una perspectiva libertaria, la institución militar, como cualquier organización destinada al uso masivo de la violencia o “máquina de muerte”, es indeseable. Tal “indeseabilidad” se explica porque las Fuerzas Armadas son la base real sobre la que descansa la dominación estatal, sustentada en el tan mentado “monopolio legítimo de la violencia”. El orden estatal, incluso con todo su aparato jurídico y el reconocimiento formal de derechos, está erigido, en última instancia, en la violencia desnuda.

No sólo los libertarios de todos los tiempos han sido conscientes de ello, sino también los liberales. Sin embargo, mientras para los primeros se trata de construir una sociedad donde la dominación y, por ende, el establecimiento castrense desaparezca, para los liberales se ha tratado de hacer coexistir el poder militar con los mecanismos de la democracia representativa. Para ello acuñaron un mito: el poder militar debe estar subordinado al poder civil. Esto es comprensible si tenemos en cuenta que ambos, poder civil y militar, están al servicio de la dominación de clase. No obstante, también sabemos, y el mismo Marx aportó evidencia al respecto en sus profundos análisis de El dieciocho brumario, que el poder militar tiene una autonomía relativa que expresa sus intereses de cuerpo, hasta cierto punto y en ciertas coyunturas, independientes de los intereses de clase.

En Colombia esa autonomía no es tan relativa. Si bien existe un consenso en torno a la dominación de clase entre las élites civiles y militares, en la práctica una buena parte del poder real lo ejercen los militares.

Algo de historia

En nuestro país, el mito liberal de la subordinación del poder militar al civil se retrotrae al “restablecimiento” de la democracia, luego de la dictadura de Rojas (1953-1957) y el establecimiento del pacto bipartidista del Frente Nacional. A 7 días del último intento de golpe de Estado posterior a la dictadura, el 9 de mayo de 1958, Alberto Lleras, primer presidente del pacto, pronunció un famoso discurso frente a la cúpula de las Fuerzas Armadas, en el Teatro Patria, en el que afirmó: “Yo no quiero que las Fuerzas Armadas decidan cómo se debe gobernar a la Nación, en vez de que lo decida el pueblo; pero no quiero, en manera alguna, que los políticos decidan cómo se deben manejar las Fuerzas Armadas en su función, su disciplina, en sus reglamentos, en su personal”.

Recientemente, con el auge de los estudios sobre seguridad y defensa, este discurso se ha interpretado como el momento fundacional en el que los civiles advierten a los militares quién tiene el poder. Sin embargo, las palabras de Lleras tienen otra interpretación.

Como lo sostuvieron varios estudiosos en los setentas, luego del discurso se institucionalizó una suerte de “autonomía” de los militares en el manejo del orden público. Tal autonomía, como sabemos, se vio exacerbada con el uso indiscriminado del Estado de sitio y sus implicaciones negativas, que llevaron incluso al juicio de civiles por la justicia militar, suspendiendo todo derecho.

Tales mecanismos tuvieron su mayor auge luego del Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre de 1977 y con el decreto 1923 del 6 de septiembre de 1978, mejor conocido como “Estatuto de seguridad”, con el que la administración Turbay (1978-82) pretendía hacer frente al creciente poder del “enemigo interno”, de acuerdo a los criterios de la Doctrina de Seguridad Nacional: el auge del M-19, pero también todo aquel que “oliera” a subversión. Ello trajo como consecuencia, la criminalización y represión desmedida de la protesta, la persecución de organizaciones sociales y políticas críticas, y una sistemática violación de los derechos humanos (detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones forzadas).

El estatuto de seguridad y el Estado de sitio se derogaron el 9 de junio de 1982, pero eso no aminoró la autonomía que los militares ganaron en el manejo del orden público interno y en general en el Estado.

El gobierno de Betancur (1982-86) trató de hacer frente a los efectos adversos de las políticas represivas (la crisis de legitimidad del Estado y el creciente protagonismo de las guerrillas, luego de la toma de la embajada de República Dominicana por el M-19, en 1980) iniciando los diálogos de paz y sancionando una amnistía primero con el M-19, y luego con las FARC mediante el acuerdo de La Uribe (28 de marzo de 1984), con el que se pretendía que esta última guerrilla transitara hacia una organización partidaria.

En la práctica, ese proceso de paz se vio obstaculizado por el desacuerdo de los militares, tanto en las declaraciones del entonces Ministro de Defensa, General Fernando Landazábal, como en acciones. Por ejemplo, luego de una tregua bilateral firmada en agosto de 1984 para iniciar el Diálogo Nacional, el M-19 se ubicó en el cerro de Yarumales en Corinto (Valle) y el Ejército atacó el campamento. Como sabemos, el epílogo del proceso fue la toma y contratoma del Palacio de Justicia (6 y 7 de noviembre del mismo año), suceso en que, como muchos especulan, al parecer se produjo un golpe de estado transitorio y no declarado en el que los militares asumieron el control de la situación relegando al presidente Betancur.

A eso debe aunarse el apoyo que sectores militares dieron al naciente paramilitarismo, como más tarde salió a la luz pública, con el informe del Procurador del 5 de febrero de 1986 que vinculó miembros del Ejército con el grupo paramilitar Muerte a Secuestradores (MAS), lo que explica el posterior genocidio de la UP en connivencia con narcotraficantes, terratenientes y gamonales locales. Tal alianza fue una respuesta frente a la deslegitimación del Estado de sitio. Los mecanismos de excepcionalidad que antes habían permitido ejercer un poder desmedido sobre la población civil, suspendiendo la ley, fueron reemplazados por organizaciones de “autodefensa” que inicialmente eran legales.

La Constitución de 1991 y una nueva política, en la que se prefirió que civiles, no militares, ejercieran de ministro de defensa, significaron un nuevo aire para el mito de la subordinación de los militares al poder civil.

Sin embargo, cabe recordar que la Constituyente no fue el acuerdo consensual que la sociedad colombiana entonces reclamaba, tanto por la reticencia de algunas organizaciones guerrilleras como por el hecho de que el 9 de diciembre de 1990, el mismo día en que se realizaban las elecciones para elegir constituyentes, el Ejército asaltó Casa Verde en La Uribe (Meta), lugar donde desde hacía siete años se ubicaba el campamento central de las FARC. La enorme autonomía de los militares se corrobora en el testimonio del entonces ministro de defensa, Rafael Pardo, quien en sus memorias (ver: Pardo Rueda, Rafael 1996 De primera mano. Colombia 1986-1994: Entre conflictos y esperanzas (Bogotá: Norma-CEREC, p. 354) afirmó: “no hubo ninguna solicitud militar expresa de autorización para realizar operaciones militares en la zona durante el gobierno Barco ni en el de Gaviria”. A pesar de ello la “Operación Colombia” trajo consecuencias muy negativas: el escalamiento de las acciones violentas por parte de las guerrillas, en especial de las FARC, y la sensación de que la constituyente no era el pacto de paz con el que se pretendía legitimar el sistema político.

Durante la administración Samper (1994-98) hubo ciertas tensiones con los militares, principalmente debido a las gestiones que realizó el gobierno para la liberación de 60 soldados, retenidos por las FARC luego de la toma de la base militar de Las Delicias el 31 de agosto de 1996. En aquel entonces, el General Harold Bedoya, comandante de las FFAA, se opuso a la desmilitarización del municipio donde serían entregados los soldados y, posteriormente, calificó la liberación como un “circo”.

Sin embargo, en los gobiernos de Pastrana (1998-2002) y Uribe (2002-2010), hubo una creciente identificación de los intereses civiles y militares a partir de los sucesivos planes para el fortalecimiento de las FFAA. Particularmente, la política de seguridad democrática y el mismo Uribe articularon un discurso muchas veces más radical que el de los propios militares. En junio de 2010 el propio presidente incluso cuestionó la sentencia contra el coronel Plazas Vega como responsable de desapariciones en los hechos del Palacio de Justicia en 1985.

En suma, el poder de los militares en Colombia no es nuevo, aunque situaciones como la de la coyuntura actual dejan ver su real magnitud. Hoy en día nos encontramos en una situación donde las FFAA ejercen un enorme poder sobre las otras ramas del Estado, incluso sobre la judicial, que teóricamente debería ser la más autónoma. Existe una gran politización de sectores de las FFAA aupada por políticos oportunistas que piensan revivir la polarización que permitió la elección y reelección de Uribe y que, al mismo tiempo, se muestran contrarios a las negociaciones de paz que se adelantan en La Habana. Pero también una militarización de la sociedad nunca vista. Tal militarización no sólo se refiere al crecimiento astronómico del pie de fuerza militar en la última década, sino también a la creciente inculturación de valores militares en extensos sectores de la población civil, que termina por justificar cualquier conducta en nombre del patriotismo y el honor militar. Todo ello sin contar con las implicaciones que tendrá el nuevo fuero penal militar.

Centro de Investigación Libertaria y Educación Popular - CILEP

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