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¿Dónde está la izquierda en esta tormenta económica?

category internacional | la izquierda | non-anarchist press author Monday December 19, 2011 06:27author by Serge Halimi - Le Monde Diplomatique Report this post to the editors

Mientras el capitalismo vive su crisis más grave desde los años 30, los principales partidos de izquierda parecen mudos y confusos. Como mucho prometen remendar el sistema. Más a menudo intentan demostrar su sentido de la responsabilidad y recomiendan, ellos también, una purga liberal. ¿Cuánto tiempo puede durar este juego político cerrado mientras se inflama la cólera social?

Los estadounidenses que se manifiestan contra Wall Steet también protestan contra sus representantes del Partido Demócrata y de la Casa Blanca. Sin duda ignoran que los socialistas franceses siguen invocando el ejemplo de Barack Obama. Al contrario que Nicolás Sarkozy, el presidente de Estados Unidos ha sabido, según ellos, actuar contra los bancos. Quien no quiere (o no puede) atacar a los pilares del orden liberal (financiarización, globalización de los flujos de capitales y mercados) intenta personalizar la catástrofe, imputar la crisis del capitalismo a los errores de concepción o gestión de su adversario interior. Así, en Francia echarán la culpa a Sarkozy, en Italia a Berlusconi y en Alemania a Merkel. Muy bien, ¿y en otros sitios?

En otros sitios, y no solo en Estados Unidos, los dirigentes políticos presentes durante mucho tiempo como referencias de la izquierda moderada también se enfrentan a las manifestaciones de indignados. En Grecia Georges Papandreu, presidente de la Internacional Socialista, lleva a cabo una política de austeridad draconiana que combina privatizaciones masivas, supresión de empleos en la función pública y entrega de la soberanía de su país en materia económica y social a una «troika» ultraliberal (1). De la misma forma los gobiernos de España, Portugal o Eslovenia también nos recuerdan que el término «izquierda» se ha depreciado hasta el punto de que no se asocia a un contenido político en particular.

Uno de los grandes fiscales del atolladero de la socialdemocracia europea es el portavoz… del Partido Socialista (PS) francés. «Dentro de la Unión europea, revela Benôit Hamon en su último libro, el Partido Socialista Europeo (PSE) está asociado históricamente al compromiso que le une a la Democracia Cristiana en la estrategia de la liberalización del mercado interior y sus consecuencias sobre los derechos sociales y los servicios públicos. Son los gobiernos socialistas los que han negociado los planes de austeridad que gustan a la Unión Europea y al Fondo Monetario Internacional (FMI). En España, Portugal y Grecia, por supuesto, la protesta contra los planes de austeridad se dirige contra el FMI y la Comisión Europea, pero también contra los gobiernos socialistas nacionales (…). Una parte de la izquierda europea solo critica los fallos, igual que la derecha europea, sacrificar el Estado del bienestar para restablecer el equilibrio presupuestario y halagar a los mercados (…). En algunos lugares del mundo fuimos un obstáculo para el avance del progreso. Yo no me resigno» (2).

En cambio otros consideran que esa transformación es irreversible porque tendría su origen en el aburguesamiento de los socialistas europeos y su alejamiento del mundo de los trabajadores.

Aunque también bastante moderado, el Partido de los Trabajadores (PT) brasileño considera que la izquierda latinoamericana debe tomar el relevo de la izquierda del Viejo Continente, demasiado capitalista, demasiado atlantista y cada vez menos legítima cuando pretende defender los intereses populares: «En la actualidad existe un desplazamiento geográfico de la dirección ideológica de la izquierda en el mundo, señalaba el pasado mes de septiembre un documento preparatorio del congreso del PT. En este contexto, Sudamérica se diferencia (…). La izquierda de los países europeos, que tanto ha influenciado a la izquierda de todo el mundo desde el siglo XIX, no ha logrado aportar las respuestas adecuadas a la crisis y parece capitular frente a la dominación del neoliberalismo» (3). El declive de Europa probablemente es también el declive de la influencia ideológica del continente que vio nacer el sindicalismo, el socialismo y el comunismo –y que parece resignarse más voluntariamente que otros a su desaparición-.

¿Entonces, hemos perdido la partida? Los electores y militantes de izquierda que se aferran a los contenidos más que a las falsas etiquetas, ¿pueden esperar, incluso en los países occidentales, combatir a la derecha con los compañeros conquistados por el liberalismo aunque sigan disfrutando de una hegemonía electoral? El baile, en efecto, se ha convertido en un ritual: la izquierda reformista se diferencia de los conservadores durante la campaña por un efecto óptico. Después, cuando llega el momento, dicha izquierda se dedica a gobernar igual que sus adversarios, sin alterar el orden económico y protegiendo el dinero de las personas del entorno del poder.

La necesidad, e incluso la urgencia de transformación social que proclaman la mayoría de los candidatos de izquierda en el ejercicio de las responsabilidades gubernamentales exigen, obviamente, que vayan más allá de una retórica electoral. Pero también… que accedan al poder. Y es en ese punto concreto donde la izquierda moderada imparte la lección a los «radicales» y a los demás «indignados». La izquierda moderada no espera la «grand soir» [ruptura revolucionaria donde todo es posible, n. de t.] ( Il y a un siècle aux Etats-Unis, un débat fondateur ); no sueña con acurrucarse en una «contra-sociedad» aislada de las impurezas del mundo y poblada de seres excepcionales ( Des gens formidables …). Para retomar los términos empleados hace cinco años por Françoise Hollande, no quiere «obstaculizar en vez de hacer. Frenar en vez de avanzar. Resistir en vez de conquistar». Y considera que no combatir a la derecha es protegerla, y por lo tanto elegirla» (4). En cambio la izquierda radical, según él, prefiere «montar en cólera por todo» en vez de «optar por el realismo» (5).

La izquierda que gobierna, esa es su jugada maestra, dispone «aquí y ahora» de tropas electorales y ejecutivos impacientes que le permiten asegurar el relevo. «Vencer a la derecha», sin embargo, no es un programa o una perspectiva. Una vez celebradas las elecciones, las estructuras establecidas –nacionales, europeas o internacionales- amenazan con impedir la voluntad de cambio expresada en la campaña. Así, en Estados unidos, Obama puede pretender que los lobbies industriales y la obstrucción parlamentaria de los republicanos han socavado su voluntad y su optimismo (Yes, we can) aunque estaba respaldado por una amplia mayoría popular.

Por otra parte, los gobernantes de izquierda se excusan por su prudencia o su cobardía invocando las «obligaciones», una «herencia» (falta de competitividad internacional del sector productivo, los niveles de la deuda, etc.) que serían obstáculos para su margen de maniobra. «Nuestra vida pública está dominada por una extraña dicotomía, analizaba Lionel Jospin ya en 1992. Por un lado, se reprocha al poder (socialista) el desempleo, los problemas de los suburbios, las frustraciones sociales, el extremismo de la derecha y la desesperanza de la izquierda. Por otra parte se añade el hecho de no disponer de una política económica y financiera, lo que vuelve más difícil el tratamiento de lo que se denuncia» (6). Veinte años después, la formulación de esta contradicción no ha envejecido nada.

Los socialistas señalan que la derrota electoral de la izquierda generalmente desencadena la puesta en marcha por parte de la derecha de un arsenal de «reformas» liberales –privatizaciones, reducción de los derechos sindicales, recorte de los gastos públicos- que destruirían las herramientas potenciales para hacer otra política. De ahí el «voto útil» en su beneficio. Pero su derrota también puede conllevar virtudes pedagógicas. Por ejemplo Hamon concede que en Alemania «las elecciones legislativas (de septiembre de 2009) que dieron al SPD su peor resultado (23% de los votos) desde hacía un siglo, convenció a los dirigentes del partido de la necesidad de un cambio de orientación» (7).

Los socialistas griegos se vanaglorian de actuar más rápido que Margaret Thatcher…

Un «restablecimiento doctrinal» , aunque de una amplitud modesta, se dio en Francia tras la derrota legislativa de los socialistas en 1993 y en el Reino Unido tras la victoria del partido conservador en 2010. Y sin duda bien pronto aparecerán escenarios similares en España y Grecia, ya que no parece probable que los gobernantes socialistas de esos países puedan imputar sus próximas derrotas a una política excesivamente revolucionaria… Para defender la causa de Papandreu, la diputada socialista griega Elena Panaritis se ha atrevido incluso a recurrir a una referencia asombrosa: «Margaret Thatcher necesitó once años para llevar a cabo sus reformas en un país que tenía problemas estructurales menos importantes. ¡Nuestro programa sólo lleva en marcha catorce meses!» (8). En resumen, «¡Papandreu mejor que Thatcher!».

Para salir de esta trampa es necesario establecer la lista de las condiciones previas para meter en vereda la globalización financiera. Sin embargo inmediatamente surge un problema: teniendo en cuenta la abundancia y sofisticación de los dispositivos que se han incrustado desde hace treinta años en el desarrollo económico de los Estados y la especulación capitalista, incluso un programa de reformas relativamente fácil (menos desigualdad fiscal, progresión moderada del poder adquisitivo de los salarios, mantenimiento de los gastos de educación, etc.) ahora implica un número significativo de rupturas. Rupturas con el actual orden europeo y también con las políticas a las que los socialistas están alineados (9).

Son necesarios, por ejemplo, un cuestionamiento de la «independencia» del BCE (los tratados europeos garantizan que su política monetarista escape de cualquier control democrático), una flexibilización del pacto de estabilidad y crecimiento (que en períodos de crisis asfixia la estrategia voluntarista de lucha contra el desempleo), denuncia de la alianza entre liberales y socialdemócratas en el Parlamento Europeo (que ha llevado a estos últimos a apoyar la candidatura de Mario Draghi, exbanquero de Goldman Sachs, como director del Banco Central Europeo), sin hablar del libre comercio (la doctrina de la Comisión Europea), de una auditoría de la deuda pública (con el fin de no reembolsar a los especuladores que han apostado contra los países más débiles de la Eurozona); sin todo eso, la partida empezará mal de entrada.

E incluso estará perdida de antemano. En efecto, nada permite creer que Hollande en Francia, Sigmar Gabriel en Alemania o Edward Miliband en el Reino Unido triunfarán donde Obama, Zapatero y Papandreu ya han fracasado. Imaginar que «una alianza que hace de la unión política de Europa el centro de su proyecto» garantiza, como espera Massimo D’Alema en Italia, «el renacimiento del progresismo» (10) se parece (en el mejor de los casos) a soñar despierto. En el actual estado de las fuerzas políticas y sociales, una Europa federal solo puede cerrar más los mecanismos liberales ya asfixiantes y despojar un poco más a los pueblos de su soberanía al confiar el poder a oscuras instancias tecnócratas. Por otra parte, ¿la moneda y comercio no son ámbitos ya «federalizados»?

Sin embargo, en tanto que los partidos de izquierda moderados continúen representando a la mayoría del electorado progresista –sea por adhesión a su proyecto o por el sentimiento de que esa constituye la única perspectiva de una alternancia aproximada- las formaciones políticas más radicales (o los ecologistas) se encontrarán condenados al papel de figurantes, de fuerzas de apoyo o para hacer ruido. Incluso con el 15% de los sufragios, cuarenta y cuatro diputados, cuatro ministros y una organización que agrupa a cientos de miles de adeptos, el Partido Comunista Francés (PCF), entre 1981 y 1984, nunca influyó en la programación de las políticas económicas y financieras de François Mitterrand. El naufragio de Refundación Comunista en Italia, presa de su alianza con los partidos de centro izquierda, no constituye un precedente más emocionante. Entonces se trataba de recordar, prevenir a cualquier precio la vuelta al poder de Silvio Berlusconi. Lo cual pasó de todas formas, pero después.

El Frente de Izquierda francés (perteneciente al PCF) quiere contradecir esos augurios. Presionando al Partido Socialista espera que este se libere de «sus atavismos». A priori la apuesta parece ilusoria, incluso desesperada. Sin embargo, si integra otros factores aparte de la relación de fuerzas electorales y las obligaciones institucionales, puede prevalerse de precedentes históricos. Así, ninguna de las grandes conquistas sociales del Front populaire (vacaciones pagadas, semana de 40 horas, etc.) estaba inscrita en el programa (muy moderado) de la coalición victoriosa de abril-mayo de 1936; fue el movimiento de huelgas de junio el que se las impuso a la patronal francesa.

La historia de ese período no se resume sin embargo en la presión irresistible de un movimiento social sobre los partidos de izquierda tímidos o asustados. Fue la victoria del Front populaire la que liberó un movimiento de revolución social y dio a los trabajadores el sentimiento de que no se enfrentarían al muro de la represión policial y patronal. Envalentonados, también sabían que los partidos a los que acababan de votar no les darían nada si no les retorcían la mano. De ahí esa dialéctica victoriosa –pero tan rara- entre elección y movilización, urnas y fábricas. Un gobierno de izquierda que no afrontase una presión semejante se encerraría rápidamente en una cámara cerrada con una tecnocracia que desde hace mucho tiempo ha perdido la costumbre de hacer cualquier cosa que no sea liberalismo. Tendría como única obsesión seducir a las agencias de calificación, de las que nadie ignora que «rebajan» inmediatamente a cualquier país que se compromete a una verdadera política de izquierda.

Como una estrella muerta, la República Central lanza sus últimos rayos

Entonces, ¿audacia o estancamiento? Desde el amanecer hasta el crepúsculo nos machacan con los riesgos de la audacia –aislamiento, inflación, degradación-. Sí, pero ¿y los riesgos del estancamiento? Al analizar la situación de la Europa de los años 30, el historiador Karl Polanyi recordaba que: «el callejón en el que se ha metido el capitalismo liberal», en varios países desembocó entonces en «una reforma de la economía de mercado realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas» (11). ¿Pero de qué soberanía popular pueden todavía valerse las decisiones europeas tomadas a remolque de los mercados? Incluso un socialista tan moderado como Michel Rocard se alarma: todo nuevo endurecimiento de las condiciones impuestas a los griegos podría provocar la suspensión de la democracia en ese país. «Dada la situación colérica en la que se va a encontrar ese pueblo, escribía el mes pasado, se puede dudar de que algún gobierno pueda mantenerse sin el apoyo del ejército. Esta lamentable reflexión sirve, por supuesto, para Portugal, Irlanda y otros más grandes. ¿Hasta dónde?» (12).

A pesar de estar apuntalada por toda una quincallería institucional y mediática, la República Central se tambalea. Se está poniendo en marcha una carrera de velocidad entre el endurecimiento del autoritarismo liberal y el desencadenamiento de una ruptura con el capitalismo. Todavía parece lejana. Pero cuando los pueblos dejan de creer en un juego político mentiroso, cuando observan que se despoja a los gobiernos de su soberanía, cuando se obstinan en reclamar que se meta en vereda a los bancos, cuando se movilizan sin saber adónde les conducirá su ira, eso significa, a pesar de todo, que la izquierda todavía sigue viva.

Notas:

(1) Compuesta por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
(2) Benoît Hamon, Tourner la page. Reprenons la marche du progrès social, Flammarion, Paris, 2011, páginas 14-19.

(3) Agence France-Presse, 4 de septiembre de 2011.

(4) François Hollande, Devoirs de vérité, Stock, París, 2006, páginas, 91 y 206

(5) Ibid., páginas 51 y 43.

(6) Lionel Jospin, «Reconstruire la gauche », Le Monde, 11de abril de1992.

(7) Benoît Hamon, op. cit., página 180.

(8) Citado por Alain Salles, «L’odyssée de Papandréou », Le Monde, 16 de septiembre de 2011.

(9) « Cuando la izquierda renuncia en nombre de Europa », Le Monde diplomatique, junio de 2005.

(10) Massimo D’Alema, «Le succès de la gauche au Danemark annonce un renouveau européen», Le Monde, 21de septiembre de 2011.

(11) Karl Polanyi, La Grande Transformation, Gallimard, París, 1983, p. 305.

(13) Michel Rocard, « Un système bancaire à repenser», Le Monde, 4 de octubre de 2011.

author by Raúl Zibechipublication date Mon Dec 19, 2011 06:31author address author phone Report this post to the editors

En la edición de noviembre de Le Monde Diplomatique, Serge Halimi desarrolla en un extenso artículo su visión de los problemas que atraviesa la izquierda europea. En La izquierda que ya no queremos desgrana una fuerte crítica a los gobiernos que se proclaman socialistas por su manejo de la crisis, ya que no encuentra mayores diferencias entre lo que hacen los conservadores y los progresistas una vez que conducen la cosa pública.

La izquierda reformista se distingue de los conservadores mientras dura la campaña por un efecto óptico. Luego, cuando se da la ocasión, se esfuerza por gobernar como sus adversarios, por no perturbar el orden económico, por proteger la platería del castillo, escribe Halimi. También critica a la izquierda radical, que sueña con aislarse en una contrasociedad aislada de las impurezas del mundo y poblada de seres excepcionales.

Lo interesante de su análisis es que apuesta por rupturas. Rescata el triunfo electoral del Frente Popular francés en 1936, no por lo que hizo el gobierno, sino porque su victoria liberó un movimiento de revuelta social al dar a los obreros la sensación de que ya no chocarían como antes con el muro de la represión policial y patronal. En suma, apuesta a lo electoral en tanto pueda ser un activador de la protesta social para procesar las necesarias rupturas con el capitalismo. Es un cambio respecto de la tradicional estrategia de las izquierdas, no sólo europeas, ya que el sujeto vuelve a ser la lucha social, la lucha de clases, y ya no los aparatos político-electorales.

Halimi reconoce los riesgos que encierra la crisis actual, o sea, el desborde del capital financiero contra los estados luego de su ataque frontal a los sectores populares. Su análisis no alcanza, pese a todo lo positivo que incluye, a diseñar una estrategia alternativa a la que hasta ahora fue hegemónica en las izquierdas: tanto las europeas como las de los países periféricos, tanto moderadas como radicales. Muchos de los dilemas que se le plantean al continente que vio nacer el sindicalismo, el socialismo y el comunismo y que parece resignarse más que otros a su desaparición, son en realidad problemas que nos aquejan a todos los anticapitalistas en todas partes del mundo.

Los resumiré en dos aspectos: no tenemos estrategias para vencer al capital, ni electorales ni insurreccionales, y no tenemos siquiera un imaginario alternativo a las urnas o a la toma del palacio. En segundo lugar, no hemos puesto en pie economías autosustentables, capaces de sostener la vida y de entusiasmar a los de abajo a dedicar todas sus energías a esas tareas. En suma, si llegamos a triunfar contra el capital, no sabemos con qué sustituir el capitalismo, salvo empeñarnos en repetir aquel socialismo de Estado (que en realidad era un capitalismo de Estado autoritario) que fracasó a finales de la década de 1980.

No es dramático carecer de estrategias, por lo menos durante un tiempo. Lo terrible sería creer que sabemos hacia dónde vamos y con qué pretendemos sustituir un sistema que agoniza. La crisis en curso, que apunta hacia la desarticulación geopolítica del mundo conocido, dividido en centro, semiperiferia y periferia, y a la parálisis de la acumulación de capital (o sea a la guerra de conquista como manifestación extrema de la acumulación por desposesión), implica que las fuerzas antisistémicas ya no podrán seguir operando en los escenarios conocidos.

Socialdemocracia, socialismo, comunismo y movimiento sindical están paralizados porque el mundo en el que nacieron y crecieron está desapareciendo rápidamente. Aun eso que llamamos movimientos sociales está en crisis, porque ya no pueden seguir actuando del mismo modo. Ya se habla de crisis de la democracia, de golpes de Estado, adivinando que aquel mundo que dio a luz las ideas y prácticas emancipatorias está en bancarrota. Eso es la crisis del capitalismo o el fin del sistema-mundo capitalista.

Cuando las izquierdas dicen que el capitalismo está en crisis, apenas se asoman a una media verdad. Si aceptamos que estamos ante la crisis del sistema-mundo, debemos comprender que nosotros somos parte de esa crisis, porque nuestros movimientos nacieron en ese sistema y están llamados a desaparecer con él. Por eso se trata de construir otra cosa, de imaginar otras estrategias para cambiarnos en el mundo, porque no sólo se trata de cambiar el mundo, como si fuera algo externo a nosotros.

Faltan dos cuestiones. La primera es comprender que hace falta mucha más crisis para que algo pueda cambiar. Hace falta que el sistema se desmorone, y debemos trabajar para que eso suceda. Cuando algo se derrumba, es evidente que nosotros caemos, y ese es un riesgo que no podemos eludir, porque sería vanidoso pretender que podemos salvarnos por el solo hecho de creernos revolucionarios, y porque resulta éticamente inaceptable ocultar ese riesgo a los seres humanos con los que convivimos y con quienes militamos.

Hay habilidades para reducir el impacto de un derrumbe siendo parte de lo que se autodestruye. Pero es bueno saber que la lógica de un derrumbe consiste en que no se puede controlar el proceso entero, porque las cosas en la vida real no funcionan como esas demoliciones programadas que nos muestra la televisión. En esta caída sistémica hay un impulso interior autodestructivo incontrolado (léase sistema financiero o guerra nuclear). En ese escenario debemos reconstruir algo que no sea capitalismo.

La segunda cuestión es que hay que hacer no capitalismo aquí y ahora, porque lo que venga luego del derrumbe no se puede improvisar. Sólo los pueblos indígenas y campesinos, los afrodescendientes y sectores populares urbanos de nuestro continente tienen experiencia en vivir de este modo. Sus saberes serán imprescindibles para sobrevivir en las caídas y para hacer un mundo mejor. Pero, claro está, nada de eso es útil para ganar elecciones. La lógica del mal menor también está en crisis.

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