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Tuesday December 17, 2013 18:42 by José Luis Carretero Miramar
Los catalanes, parece ser, quieren decidir su futuro. Y para algunos eso no es un problema, sino una amenaza. Para otros la cuestión no está ahí, sino en los límites estrechos que, a derecha o izquierda, en castellano o en catalán, se le imponen a esa exigencia democrática fundamental: el derecho de los ciudadanos y ciudadanas a decidir la arquitectura institucional que les rodea. Reflexiones sobre el derecho a decidirLos catalanes, parece ser, quieren decidir su futuro. Y para algunos eso no es un problema, sino una amenaza. Para otros la cuestión no está ahí, sino en los límites estrechos que, a derecha o izquierda, en castellano o en catalán, se le imponen a esa exigencia democrática fundamental: el derecho de los ciudadanos y ciudadanas a decidir la arquitectura institucional que les rodea. ¿Qué podemos pensar nosotros respecto al derecho a decidir de los catalanes, vascos, lapones o conquenses? Indudablemente, lo mismo que ha rondado siempre por las mentes de los progresistas, y aún libertarios, de todas las épocas: que la gente tiene derecho a ejercer su autonomía, a vivir sus tradiciones (las que no sean antisociales y no se fundamenten en la explotación u opresión de los demás), a construir y defender su nación (siempre que no se entienda la misma como una maquinaria de agresión para el resto de pueblos circundantes o para las minorías internas, o como una simple pantalla para salvaguardar el poder del gran capital local o transnacional). A tomar decisiones democráticas, en definitiva, sobre aquello que le afecta. Pero no nos engañemos: un auténtico derecho a decidir también tiene sus exigencias profundas y sus consecuencias prácticas concretas, que no son menores. Exigencias, porque quien puede lo más (construir una nación), ha de poder también lo menos (decidir qué hacer, cómo funcionar, en todos los aspectos de la vida: en lo laboral y en lo local, así como en lo cultural y lo individual). Un supuesto derecho a decidir que no respete los ámbitos de autonomía y autogestión de los sujetos que lo ejercen, que no alcance a elecciones prácticas reales (como la del mantenimiento en organizaciones supranacionales, la realización de recortes en los servicios públicos o la instrumentación de la política económica), que se limite a la erección de fronteras y al levantamiento de banderas manteniendo la esencia partitocrática y elitista de un régimen político de democracia limitada, ni es derecho a decidir ni es nada. Para tener derecho a decidir, pues, hay que poder efectuar las elecciones sobre algo más que sobre cuál es la fracción de la clase dirigente que va a mandarnos, o en qué idioma lo hará. Hay que construir una institucionalidad realmente democrática que vaya más allá de los límites de lo puramente representativo o, mejor dicho, de la pura representación de democracia que aquí, como en Atenas, en Barcelona como en Segovia, envuelve los anhelos populares en una nube tóxica de partitocracia, oligarquías económicas y puertas giratorias entre el poder financiero y el control político de la vida real. Y además, claro, están las exigencias concretas de la situación concreta. Una situación en la que los países periféricos de la Europa devastada por la crisis enfrentan las draconianas dinámicas neo-imperiales de las oligarquías financieras del norte y el asalto inmisericorde de los fondos e inversores institucionales globales. Una situación que impone confluencias, alianzas, frentes. No es este un mundo para gentes aisladas. Para decidir quedarse solo a merced de los tiburones del capital y las bolsas internacionales. Si se quiere tener derecho a decidir algo sustancial, aquí y ahora, y no en una situación abstracta, ideal o fantasmal, habrá que confluir con otros pueblos de Europa, del Mediterráneo, del mundo. Sólo un proyecto global puede crear el paraguas para poder decidir con garantías de que sirva para algo. Sólo una alianza lo bastante amplia de pueblos y clases populares puede levantar las salvaguardas necesarias para evitar desmembramientos violentos, el control de quien prefiere dominar por separado a los actores subalternos, la emergencia de poderes inalcanzables para los pequeños divididos. ¿Española, ibérica, mediterránea, europea? ¿Federal, confederal, de un tipo nuevo? Eso también hay que decidirlo, y habrá que dialogar sobre ello. Quien escribe estas líneas lo hace desde Madrid, desde el corazón de Castilla, desde la capital del Reino de España. Sus palabras pueden estar teñidas del centralismo ambiente, o inspiradas por el efecto ilusorio de la imagen espectacular de realidades que no vive en detalle. Pero su identificación nacional se construye con los mimbres del pensamiento libertario y del republicanismo pi-i-margalliano y socializante: el proyecto de una España plural, federal, autogestionaria, abierta, iberista y mediterránea, latina y solidaria con todos los pueblos del globo. Sin embargo, eso es algo que debemos decidir. Porque la libre federación presupone ese mismo derecho, el derecho a decidir sobre lo que les afecta, para todos y cada uno de los sujetos sociales. Pero a decidir, también, federarse o no, compartir o no. Tengamos claro, sin embargo, que sólo la firme alianza de los pueblos embarcados en una radical profundización democrática podrá enfrentar y derrotar al capitalismo global y a sus redes transnacionales de poder. En realidad, en este mundo convulso, todos y todas queremos decidir. |
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