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El Asalto a Chitagá y la Lucha Ideológica

category venezuela / colombia | imperialismo / guerra | non-anarchist press author Thursday July 18, 2013 19:23author by Carlos Ramos - ELN Report this post to the editors

En una edición de la revista Semana, a pocos días después del asalto del ELN a dos patrullas del ejército en el municipio de Chitagá apareció una caricatura. Se trataba de un guerrillero del ELN, pintando de negro, con capucha negra, fusil negro con humo negro saliendo del cañón. La caricatura proyecta la imagen de un verdugo, no de un combatiente insurgente. La proyección en los medios de un soldado de las Fuerzas Armadas que mata a guerrilleros en combate nunca sería la misma. Y eso a pesar de la comprobada participación del ejército en masacres paramilitares, narcotráfico y falsos positivos.

Juego de palabras

El uso del lenguaje es un elemento fundamental de la batalla ideológica, la palabra, un dispositivo clave que manipula los imaginarios y genera consensos. Las acciones de la insurgencia armada no son “actos de guerra”, sino “actos de terrorismo”, mientras que los ataques del ejército a campamentos guerrilleros sí son etiquetados como “actos de guerra”. Cuando se habla de la captura del Cabo Tercero Fabián Huertas, no se trata de un “prisionero de guerra”, sino de un “secuestrado”. Los soldados muertos fueron “asesinados”, y no “dados de baja en combate”. En cambio, cuando el ejército nacional asesta golpes a la insurgencia, sí se trata de “bajas al enemigo” y los guerrilleros son “capturados” y no secuestrados.

Las bombas inteligentes que son lanzadas sobre los campamentos guerrilleros son legítimas, con toda la superioridad en hombres y armamento que tiene el ejército colombiano; mientras que las minas defensivas que utiliza la guerrilla, con explosivos capturados en combate son ilícitas. La fabricación de aviones caza, helicópteros artillados, misiles teledirigidos y drones, son aplaudidos porque ayudan a “mantener la paz” del mundo, además de crear empleo.

La violencia de Milosevich en Yugoslavia fue condenada mundialmente como “limpieza étnica”, y él fue juzgado ante la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad. En cambio, el genocidio del cual han sido víctima miles de militantes de izquierda en Colombia a manos de paramilitares nunca ha merecido el mismo nivel de condena y repudio.

Los horrorosos descuartizamientos humanos confesados por paramilitares, nunca llegaron a ser objeto de la satanización que sufren las acciones de la guerrilla. La razón es sencilla: en el fondo, el establecimiento colombiano, en consonancia con el poder mundial, piensa que esa violencia, por cruel e inhumana que sea, es legítima y justificada.

Es así como el gobierno de Santos y los medios masivos a su servicio, sindican a los campesinos del Catatumbo, que llevan más de un mes de protestas pacíficas, como “infiltrados por las FARC”, justificando la violencia que el Estado ejerce sobre ellos y que ha cobrado cuatro vidas campesinas y varios heridos con balas oficiales.

Lo que sucede en Colombia obedece a una tendencia global; una campaña imperial sustentada en el monopolio de los medios de comunicación, que impone criterios sobre cuál violencia es legítima y cuál no. Por ejemplo, los cohetes palestinos lanzados sobre Tel Aviv son actos de terrorismo, mientras las miles de toneladas de bombas y misiles que cayeron sobre Trípoli fueron justificadas y necesarias. La ocupación militar de Haití por la Misión de las Naciones Unidas por la Estabilización de Haití (MINUSTAH) se trata de “fuerzas de paz”; el bombardeo de Yugoslavia por parte de la OTAN, se trató de una “guerra humanitaria”; Al aniquilamiento en Irak, su gobierno, su sociedad y su cultura, se le puso el apelativo de un acto de “Justicia Infinita”.

Así las cosas, la legitimidad o no de la violencia depende de quien la ejerce, y de los intereses a los que sirve. Si proviene de la oligarquía mundial, saciar la sed de ganancia del complejo militar-industrial, y es funcional a los intereses hegemónicos del imperio, es lícita y moralmente aceptable. Mientras la violencia de los oprimidos es reprobada y condenada y la rebelión ya no es considerada un derecho fundamental de los pueblos oprimidos ante regímenes despóticos.

Los millones de pobres del mundo que se mueren de hambre o de enfermedades curables, sí sufren de violencia, una violencia impuesta por el sistema que no es condenada como tal. Ahora, si esos pobres se sublevan en contra de ese sistema, esa violencia sí es sujeta a condenas y castigos ejemplares por parte de los capitalistas.

La satanización de la violencia de los oprimidos

La ofensiva ideológica que emprendió Occidente como parte de la gran oleada contrarrevolucionaria que nos sobrevino a partir de la implosión del campo socialista (1989-1991), cobró una de sus primeras víctimas al imponer la satanización de la violencia revolucionaria. La violencia ejercida por los pobres del mundo sería, a partir de entonces, descalificada como algo anacrónico, perteneciente a un pasado de lucha que ya no tenía lugar en el Nuevo Orden Mundial. Esto, en el mejor de los casos. En el peor de los casos (y el más común), es invalidada y criminalizada como “terrorismo.”

Esta visión no solamente tuvo adscritos en las filas de la derecha mundial, sino también en las filas de varios sectores políticos de la izquierda, que han sumado sus voces a la condena mundial de la lucha armada revolucionaria.

Paradójicamente, mientras se insiste en que la izquierda insurgente colombiana renuncie a “todas las formas de lucha”, el imperio intensifica su asalto político-militar del planeta mientras los gobiernos criminalizan la protesta social. Siria es un claro ejemplo. En ese caso, los países europeos y los EEUU han declarado legítima la violencia de oposición a Bashar Al-Assad y se abrogan el derecho a armarla.

En la guerra que vive Colombia de más de cinco décadas, hay dos partes contendientes: el Estado y la insurgencia. Pese a que la insurgencia (y sectores considerables de la sociedad) han insistido en un cese bilateral de fuego, el gobierno de Juan Manuel Santos se ha obstinado en la postura de hablar de paz en medio de la guerra. Eso implica, naturalmente, que seguirán las acciones de guerra de parte y parte.

Alcanzar una paz para Colombia depende, entre otras cosas, del reconocimiento de la insurgencia como fuerza opositora alzada en armas, del reconocimiento de la legitimidad de la oposición armada, de nuestra condición de rebeldes. No persistimos en la resistencia armada por una ciega radicalidad de que las armas son la forma predilecta de lucha, sino porque Colombia es una “Democracia Genocida”, como el Padre Javier Giraldo muy adecuadamente ha caracterizado el régimen político: uno donde el bloque dominante ha sostenido su dominio apelando a la violencia para neutralizar toda manifestación de oposición política.

Para condiciones como la nuestra, el periodista Pascual Serrano (2007) afirma que:

“Los grupos sociales que no disponen de vías pacíficas para reclamar sus derechos o han visto invadidos sus países están para recurrir a vías violentas para reclamar y exigir su dignidad.”

Como ELN, la paz con justicia social es un objetivo estratégico, que asumimos como una bandera revolucionaria. Pero mientras el Estado colombiano persista en imponer la guerra contra el pueblo, seguiremos ejerciendo nuestro legítimo derecho a la rebelión armada.

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