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El Stalingrado colombiano

category venezuela / colombia | imperialismo / guerra | non-anarchist press author Wednesday January 11, 2012 22:39author by Camilo de los Milagros Report this post to the editors

Los últimos hechos acaecidos en las poblaciones Caucanas, al suroccidente del país, despejan muchas dudas sobre la naturaleza del conflicto.

Ningún análisis serio y desapasionado aborda los momentos críticos que sacuden el panorama de la guerra en Colombia. Los últimos hechos acaecidos en las poblaciones Caucanas, al suroccidente del país, despejan muchas dudas sobre la naturaleza del conflicto. La muerte del máximo comandante de las FARC, Alfonso Cano tras un cerco de varios meses que se intensificó a niveles extraordinarios deja entrever cómo la presión de soldados e insurgentes sobre el triangulo estratégico que componen el Macizo Colombiano, el norte del Cauca y la vertiente del litoral pacífico, en el fondo definen el futuro de la guerra en nuestro país. Estamos hablando lógicamente de la posibilidad de supervivencia de la insurgencia.

Las zonas montañosas de Corinto, Miranda, Caloto, Caldono, Toribío (Cauca), Pradera y Florida (Valle), Planadas, Chaparral y Rioblanco (Tolima) son ahora el epicentro que sostiene el principal, cuando no todo el peso del conflicto.

Contrario al mito difundido por la prensa, Alfonso Cano no era el prototipo de intelectual terco y dogmático alejado de los conocimientos militares. Cómo estratega demostró ser más hábil que otros comandantes subversivos replanteando totalmente el esquema militar y político de la guerrilla; logrando revitalizar y retomar la iniciativa de la insurgencia en el centro y sur del país.

La estrategia militar de Cano fue sencilla pero efectiva: convertir las alturas de las cordilleras en retaguardias estratégicas para los rebeldes, lo que virtualmente inutiliza el poder de fuego de la aviación, que ha sido hasta ahora el talón de Aquiles para las estructuras subversivas. Moviéndose entre la franja de los 3.000 y 4.000 metros, por cañadas y riscos impenetrables, los guerrilleros logran evitar fácilmente la infantería encontrándose en mejores condiciones al enfrentar a un enemigo foráneo que no cuenta con el apoyo de la población.

Caminando en grupos muy pequeños, utilizando túneles y francotiradores, camuflándose entre la masa rural de una de las zonas más campesinas del país, los guerrilleros han logrado frenar con miles de sabotajes, hostigamientos y ataques de baja intensidad la última etapa del Plan Colombia e incluso crear un clima estilo Vietnam en el que el Norte del Cauca se considera una zona de feroz presencia guerrillera, la punta de lanza que podría significar una contraofensiva y expansión subversiva similar a las que siguieron a los cercos de Marquetalia en los 60 y de Casa Verde a principios de los 90. En ambos casos la insurgencia depuró sus fuerzas y su estrategia, logrando extraordinarios posicionamientos que la transformaron primero en un grupo guerrillero y luego en una fuerza armada de presencia y alcance nacional, en algunas regiones con el poder de un ejército regular. En este sentido, el Cauca y su zona norte que limita con el volcán nevado del Huila, con el sur del Tolima (una de las zonas históricas de las FARC), con la industrializada región del Valle, es la última muralla de la resistencia insurgente y quizá el embrión de su nueva etapa. Es el laboratorio en el que tanto el Estado como los rebeldes están inventando un nuevo tipo de guerra, con consecuencias imprevistas para la política nacional.

Usando una ofensiva desmesurada y una militarización extrema del país, que combina la guerra sucia, la estrategia paramilitar y el apoyo mediático, el establecimiento ha logrado reducir el accionar guerrillero a zonas circunscritas y aisladas de la geografía nacional. Los duros golpes que el ejército propina a la insurgencia desde el 2008 son síntoma de que los rebeldes buscan mutar nuevamente su esquema, flexibilizando sus estructuras armadas y logrando una mayor presencia urbana, lo que les permitiría viabilizar un tipo de confrontación complejo (más parecido a la resistencia Iraquí o Palestina) mientras el ejecutivo colombiano aguarda que tras cada nuevo golpe la estructura de la guerrilla se desmorone.

El presidente Santos busca, a toda costa, pasar a la historia como el Pablo Morillo del siglo XXI que pudo concretar la agenda inconclusa de la paz romana, que los dueños del país diseñaron desde los tiempos posteriores al asesinato de Gaitán y las guerrillas liberales, por allá en los años 50. Pero Santos subestima un factor importante: la voluntad de los guerrilleros, combatientes que provienen de una realidad distinta e ignorada por el país urbano de las clases medias y altas. El país rural tiene unos tiempos distintos, tiene una moral y unos códigos de conducta diferentes. Está sembrado de resentimiento y de conflictos cuyo origen sólo se dimensiona con las terribles inequidades que hacen de las montañas colombianas parajes comparables a Haití, Afganistán o Angola, mientras el norte de Bogotá o los burdeles de Cartagena derrochan excesos propios del primer mundo.

Antony Beevor, el historiador militar británico de la segunda guerra mundial, dijo que el peor error de los Nazis en la batalla de Stalingrado fue haber subestimado al elemento fundamental de toda guerra: el combatiente raso. Es el mismo error de las élites colombianas, quienes a pesar de las enormes ventajas numéricas y tecnológicas de sus Fuerzas Armadas, no entienden que tienen al frente un enemigo nacido de ese país rural profundo, con la capacidad de hacerse perseguir entre el monte otro medio siglo si es necesario, hasta que muera el último de sus combatientes.

No se ha escrito la última palabra de la guerra en Colombia. Todo indica que, no obstante la muerte de su máximo líder –lo que significa el golpe más duro que ha recibido la insurgencia en su historia- los rebeldes mantienen por ahora la disposición de llevar la confrontación hasta las últimas consecuencias. La designación de Timoleón Jiménez, otro de los ideólogos de la “línea dura” de las FARC, como nuevo comandante de la guerrilla revela que la respuesta de los insurgentes ante este último revés es la voluntad de mantenerse en pié y en ningún caso de conciliar o rendirse.

Una vez más queda en evidencia que la salida del aplastamiento militar que las élites colombianas asumen como un credo fanático no es viable aunque hoy sea más posible que nunca. Esta salida lo único que logra es abonar el terreno para nuevas y peores escaladas de violencia. Mientras tanto, el ministro de la guerra y el señor Presidente esperan en Bogotá que las bases guerrilleras deserten masivamente bajo la presión del acoso militar, aunque parece que igual que todos sus antecesores, tendrán que quedarse esperando hasta morir de viejos.

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