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Guerra en El Bajo Ariari

category venezuela / colombia | imperialismo / guerra | non-anarchist press author Sunday May 17, 2009 18:18author by Javier Orozco Peñaranda - El gueyu del ferre Report this post to the editors

En abril otro escándalo sacudía a Colombia por la vinculación de los socios del Presidente del gobierno con grupos narcoparamilitares, responsables de miles de crímenes. En esos días Uribe visitaba a España y recibía abrazos y respaldo del rey y de Zapatero y el “I Premio Cortes de Cádiz a la Libertad” por su lucha contra el terrorismo.

Mientras tanto, una comisión encabezada por el Director de la Agencia Asturiana de Cooperación llegaba a Colombia a verificar el estado de los derechos humanos en seis regiones.

Desde un viejo DC 3 divisamos las selvas del suroriente y la Sierra de La Macarena, santuarios de biodiversidad y escenarios de la guerra contra las FARC. Llegamos a un pequeño aeropuerto tomado por miles de soldados contraguerrilleros que alistan sus equipos bajo un aviso gigante que dice de ellos “Somos gente común que hace un trabajo excepcional”.

Las poblaciones del Bajo Ariari, descendientes de campesinos que huyeron de la violencia hace medio siglo, son vistas como enemigas por unas tropas que las amenazan con la llegada de los paramilitares.

El comandante de la policía de La Macarena nos advierte que entrábamos en un “teatro de operaciones”, como llaman a las zonas en guerra. Entre diez mil militares y policías buscan a medio millar de guerrilleros que días antes dieron de baja a cuatro soldados en un paraje de Puerto Cachicamo, pueblo que visitaríamos. Los campesinos dicen que fueron 40 los militares muertos. Hay miedo. En febrero el ejército rafagueó la escuela hiriendo a tres niños y a diario amenaza de muerte a los campesinos para que digan “dónde están los bandoleros”. A los soldados les frustra buscar con poco éxito, alto riesgo y mucha presión por resultados positivos, a una insurgencia que se esconde con el sigilo del jaguar en la espesura.

Aunque había operaciones militares en curso, aceptamos la invitación de las organizaciones, “hay que ir a donde nos necesitan” dijo el portavoz de la misión. Era peligroso viajar por el río, único camino para entrevistarse con las comunidades atrapadas en medio del conflicto militar. Sin embargo, salvo dos retenes del ejército sobre el río y una lancha artillada, todo aparentaba paz en los caseríos a orillas de los ríos Guayavero y Guaviare.

Hay poco movimiento por el río, la gente evita viajar por el temor al ejército que mata civiles, controla el transporte de gasolina, restringe la compra de víveres y medicamentos. “Para el ejército aquí todos somos guerrilleros” dice Lucila quien afirma que hay quinientos cuerpos sin identificar en el cementero de La Macarena. A ella el ejército le asesinó al marido hace dos años. “Fue un error me dijeron los soldados”, pero no hay investigación, ni ella la pide. Teme que por represalias vuelvan a “equivocarse”.

Las comunidades de Puerto Cachicamo, Puerto Nuevo, Nueva Colombia y la Tigra, recibieron a la comisión asturiana formando hileras de chicos y adultos desde el río, sonrientes y agradecidos vestían las camisetas verdes que los distinguen como defensores de los Derechos Humanos del Bajo Ariari. Aportaron decenas de testimonios del horror cotidiano y tuvieron el coraje de representarlo en una obra de teatro.

“A mi hijo Gilberto de 14 años, lo agarró la 7ª brigada cuando venía para la casa, lo bajaron del caballo y lo golpearon en la barriga, lo tiraron al piso y amagaron con degollarlo a machete, luego lo metieron al monte donde varios soldados lo violaron; la fiscalía no quiso averiguar y a mí me amenazaron para que me vaya” nos contó Armando M. quien teme por su vida y sufre porque su hijo se niega a salir de la casa.

A los campesinos Nelcy Ortiz y a su hijo Diomedes Losano los asesinó la infantería de marina el 2 de julio del 2008 en la vereda Angoleta. Fueron tiroteados y destrozados, relata un familiar; los militares dijeron que había sido la guerrilla, “sabemos que no fue así, pero no nos atrevemos a ir hasta San José a preguntar por la investigación”. Temen a la infantería desplegada por el río y a los paramilitares de alias “Cuchillo”, que controlan la capital del Guaviare.

“A las mujeres el ejército nos golpea, por eso en vez de estar tranquilas le tenemos miedo cuando llega” dice Graciela, integrante de un comité de derechos humanos. “A mi casa llegó el 29 de marzo el batallón 52 de la contraguerrilla, sin identificación ni distintivos; se metieron a golpes y lo rompieron todo, buscan la lista de los que estamos en el comité de derechos humanos. A mis dos hijos los cogieron y los torturaron, ambos tuvieron que firmar constancias de buen trato al salir y les dijeron que se fueran de la región porque si los vuelven a ver, los pelan”.

Al caer la noche un hombre de tez negra se acerca y narra cómo la tropa comandada por el mayor Roldán y el suboficial Rodríguez llegó con violencia durante la erradicación de los cultivos de coca a su finca. Le dieron cinco minutos para salir de su casa, luego le prendieron fuego con todo adentro. Entre sollozos dice que en cinco minutos volvieron cenizas el fruto de una vida de trabajos. Le prohibieron volver, ahora recorre las tres callejuelas del puerto vendiendo dulces a los niños.

Mucho verde

El gobierno colombiano reconoció que el ejército ha ejecutado a muchos civiles y destituyó a veintisiete militares, incluidos tres generales, pero los atropellos continúan. “Es que hacer terrorismo es fácil, pero dar positivos es muy difícil”, explica el jefe la policía justificando los asesinatos y señalando la tronera que dejó en el techo de su estación una granada.

A pesar del miedo la vida bulle. Al verde del bosque se suman los verdes de los uniformes camuflados y el verde claro de los defensores de los derechos humanos, quienes esperan que sus denuncias obliguen al ejército a distinguir entre civiles y combatientes. Son parte de un movimiento nacional de víctimas que señala a la tropa y al gobierno de Uribe como responsables de “crímenes de Estado”.

El DC 3 se estremece en el viaje de regreso. Entre sus pasajeros viaja un loro que deambula por la cabina sobre una mujer enferma y un soldado herido, tirados en el suelo de la aeronave. Abajo la manigua se rompe con las extensiones sembradas en palma de aceite.

En la selva colombiana la violencia y la impunidad se repiten en ciclos contra los más pobres, como las crecidas de estos ríos enormes de aguas marrones que fluyen entre selvas hacia el Orinoco y el Amazonas.

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